miércoles, 28 de mayo de 2014

109.- COMENTANDO EL PADRENUESTRO


1.-“PADRE”.

“Los que son movidos por el Espíritu de Dios,  ésos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos:
¡Abba, Padre! (Rom 8, 14-15). 

Cuando Moisés  preguntó a Dios quién era Él (Ex 3, 14-14), Dios le respondió: Yo soy el que soy”. En el Antiguo Testamento, el nombre de Yavé (“el que es”), es el nombre más usado para nombrar a Dios.
En el Nuevo Testamento, Jesús nos ha revelado el verdadero nombre de Dios: ¡Padre! Sólo Jesús conoce a Dios y sólo Él puede revelarnos quién es y su nombre. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).
Después de su resurrección, Jesús nos envía su Espíritu, quien nos da la conciencia filial ante el Padre, la certeza de ser amados por Él y la audacia humilde de llamarle Padre; es el Espíritu quien testifica que somos hijos de Dios Padre.
Si Jesús no lo hubiera revelado, jamás por mente humana habría pasado la idea de ser el hombre hijo de Dios, por adopción, pero verdadero hijo.  Jesús, Hijo único del Padre; nosotros, los hombres, hijos adoptivos.
Dios Padre establece con la humanidad una relación personal de paternidad y nos otorga el don gratuito de la filiación adoptiva.
Por el Bautismo nos incorporamos al Cuerpo de Cristo para que, dejando obrar al Espíritu, nos “cristifique”, nos haga otras “cristos”.
¿Cómo es nuestro Padre?
Lo que conocemos sobre el Padre  nos lo ha dicho Jesús y su testimonio no ofrece dudas, por ser Él su único Hijo. La mejor descripción de  su Padre  la hizo Jesús en la parábola del hijo pródigo, que será siempre el texto bíblico a leer y meditar cuando queramos encontrar la respuesta a la pregunta formulada. (Lc 15,11-32). 
El don gratuito de la filiación adoptiva impele constantemente a los creyentes a una vida nueva, a vivir como hijos de tal Padre.
Esta vida nueva encierra en sí misma el deseo y la voluntad de asemejarnos a Él, cambiar el corazón y hacerlo sensible a los sentimientos del Padre hacia todos sus hijos.
“No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano”, escribió San Juan Crisóstomo.
Entre todos los atributos de Dios, son el amor y el perdón los que más le muestran como Padre; nosotros, para mostrarnos como hijos, hemos de amar y perdonar con su misma generosidad; dejándonos penetrar por la bondad y misericordia del Padre, lograremos lo que tantas veces se nos hace tan difícil: amar y perdonar.
Amar y perdonar, no sólo a los amigos, sino también a los que no lo son, a los que nos odian, persiguen o maltratan.

 2.- “NUESTRO”.

“Yo os tomaré de entre las gentes y os reuniré de todas las tierras, y os conduciré a vuestra tierra. Y os aspergeré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Pondré dentro de vosotros mi Espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra. Entonces habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres, y seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 24-28).

Padre nuestro: Este nombre suscita en nosotros a la vez, el amor, el gusto en la oración y la esperanza de obtener lo que vamos a pedir. ¿Qué puede Él negar a la oración de sus hijos, cuando ya antes les ha permitida ser sus hijos?” (San Agustín).
La palabra “nuestro” no expresa una posesión, como cuando decimos nuestra casa; sino que expresa una relación de las personas con Dios. Es la culminación de la Alianza del Antiguo Testamento, anunciada por los profetas y cumplida en Cristo Jesús.
Los creyentes en el Padre somos “su  pueblo”, y Él es “nuestro Dios”. Por el don gratuito de la filiación nos podemos dirigir al Padre “nuestro”, sabiendo que nos dirigimos al Padre del Señor Jesús, confesando nuestra comunión con el Padre y su Hijo, Jesucristo, en el Espíritu Santo, que clama en nosotros.
Una realidad inacabada se esconde tras la palabra “nuestro”: Dios es reconocido Padre por aquellos que por la fe en Jesús, renacen por el agua y el Espíritu, formando el Pueblo de Dios. Para ser hijos adoptivos del Padre y poder llamarle así, hay  que haber cambiado el corazón, adquirir uno nuevo por medio de la conversión a la fe, encarnada en las obras propias de los hijos de Dios.
Sólo entonces seremos  Pueblo de Dios y Él será nuestro Dios.
Cuando un cristiano dice “Padre nuestro”, expresa, por una parte, su íntima relación con Dios, y por otra, el deseo de unión y de comunión entre todos los hombres.
“La multitud de creyentes no tenía más que un corazón y una sola alma” (Hch 4,32), dice la Escritura, refiriéndose a los primeros creyentes en Jesús resucitado. El cristiano, cuando reza, aunque lo haga en la mayor soledad, nunca reza solo; reza con él todo el Pueblo de Dios.
Dios no es propiedad de nadie.
Ningún pueblo ni raza lo tiene en  exclusiva. En el Antiguo Testamento, Dios escogió al pueblo de Israel para ser “su pueblo”. Fue una alianza de amor como preparación del pueblo en cuyo seno había de nacer el Mesías prometido. Este es el hecho fundamental.
El Nuevo Testamento perfecciona el contenido del Antiguo. La alianza que Jesús ofrece es a través de la fe, del bautismo en el Espíritu Santo y de la pertenencia al nuevo Pueblo de Dios.
Todos los hombres, que ya son hijos de Dios por la creación, están llamados a serlo por la fe en Cristo Jesús y a ser bautizados en el Espíritu Santo.
Todos somos propiedad de Dios.
Cuando oramos a “nuestro Padre”, ponemos ante Él a todos sus hijos, sus vidas y sus necesidades. Cuando oramos a “nuestro Padre” estamos superando el individualismo, abriendo el corazón a todos los hombres, ensanchándolo en un amor sin límites hacia todos, en especial, hacia los que más carecen de afecto y de cariño y hacia los que aún no le conocen.
Orar a “nuestro Padre” es arrancar las raíces de nuestras divisiones y conflictos, dando paso a la unión fraterna.


 3.- “QUE ESTÁS  EN EL CIELO”.

“Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo y nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús”. (Ef  2,4-6).
El cielo no es un espacio, es una manera de ser; el cielo no es un lugar alejado de los hombres, el cielo es la cercanía de la santidad de Dios, que en su inmensa majestad habita en el corazón del hombre humilde y sencillo, purificado por el amor.
Dios es espíritu y, como tal, no necesita espacio ni lugar.  Dice San Agustín: “Con razón, las palabras Padre nuestro que estás en el cielo hay que entenderlas en relación al corazón de los justos, en el que Dios habita como en su templo”.
“El cielo bien podía ser también aquellos que llevan la imagen del mundo celestial y en los que Dios habita”. (San Cirilo de Jerusalén).
El cielo es el símbolo de la presencia de Dios. Podemos decir: Donde está Dios, allí está el cielo. Los hombres de buena voluntad y creyentes en Jesús de Nazaret experimentan la presencia de Dios durante sus vidas de peregrinaje y conversión; en esta etapa terrena de su vida “saborean” esta presencia que no será perfecta hasta ser liberados de los cuerpos mortales, entonces verán a Dios cara a cara.
El Padre está en el cielo, el cielo es la casa del Padre y es, también, la casa de los hijos de Dios. Es como una nueva dimensión, en la que todo es bondad, dicha, santidad y felicidad, porque ésa es la forma de ser del Dios Amor que es nuestro Padre.
Sólo el justo, el reconciliado, el convertido de corazón atrae la mirada de Dios para habitar en él. “Porque así dice el Altísimo, cuya morada es eterna y cuyo nombre es santo: Yo habito en lugar elevado y santo, pero también en el corazón contrito y humillado” (Is 57, 15)                                                                             
El cielo es una presencia paternal, invisible y atenta, que envuelve el mundo, a las aves del cielo (Mt 6,26), a los justos y a los injustos (5,45), con su inagotable bondad (7,11).
Para entrar en el cielo es imprescindible la conversión del corazón, caminar en la presencia de Dios, morir a toda maldad; como dice San Pablo: “hacer que nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3).
La etapa terrena, en la que vivimos, es una etapa de conversión y de crecimiento, para merecer y construir la morada definitiva a que aspiramos, el cielo eterno, la visión y el gozo de Dios, donde “erigirá su tabernáculo entre los hombres, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado” (Ap 21,3-4).
Sólo hay un cielo, el que indica la presencia de Dios. 
¿Qué decir de los cielos que ofrecen los hombres?
Los hombres, jugando a ser dioses, poderosos y ricos, ofrecemos cielos a nuestros semejantes. La realidad es que, como dice el aforismo, nadie da lo que no tiene, y los humanos no podemos dar el cielo porque no lo tenemos; el cielo es propiedad exclusiva de Dios, porque sólo Él es santo, sabio, omnipotente, justo y misericordioso. Sólo hay un Dios y solamente Él puede ofrecernos el cielo.
Los cielos humanos son espejismos, pequeñas partículas de felicidad que se acaban y dejan el corazón vacío, porque no hay felicidad completa al margen de Dios. Pueden ser semillas del cielo de Dios cuando su felicidad proviene del buen obrar, del caminar por la senda  que lleva a Dios.


4.- “SANTIFICADO SEA TU NOMBRE”.
“He manifestado tu  nombre a los hombres. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y éstos conocieron que tú me has enviado y yo les di a conocer tu nombre y se lo haré conocer para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 6.25-26).
Antes de Moisés, Dios era conocido como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Un día, preguntó Moisés a Dios cuál era su nombre y “Dios dijo a Moisés: Yo soy el que soy. Yo soy me manda a vosotros. Yavé, el Dios de vuestros padres, me manda a vosotros” (Ex 3,14-15).
El nombre de Yavé sólo fue revelado al pueblo de Israel y en un contexto de presencia salvadora, tomando la iniciativa única de rescatar a Israel y tomarlo como pueblo elegido.
Dios confió su nombre a Israel, pero, éste no debía pronunciar el nombre de Yavé (Ex 20,7). Tan respetuosos eran los israelitas con el nombre de Yavé que en las lecturas y en las conversaciones diarias lo reemplazaban por Elohim o por Adonai que significan ambos Señor.
Los judíos que tradujeron los libros sagrados del hebreo al griego, nunca transcriben el nombre de Yavé, lo reemplazaron por Kyrios (Señor).
En el Nuevo Testamento, es Jesús el que nos da a conocer el nombre de Dios (Jn 17,6). Jesús se manifiesta como el Hijo, lo que revela que el nombre que más profundamente expresa el ser de Dios es el de “Padre”, cuyo Hijo es Jesús (Mt 11,25ss), y cuya paternidad se extiende a todos los hombres.
El nombre por excelencia de Dios es el nombre de Padre, así queda atestiguado en muchos pasajes de los evangelios.              
¿Cómo santificaremos el nombre de Dios?
1 Reconociéndole como santo y tratándole de forma santa. El nombre santo de Dios Padre debe ser invocado para adorarle, para alabarle, para darle gracias y para pedirle perdón.
La vida cristiana debe estar penetrada por sentimientos de adoración y de respeto hacia el Nombre santo de Dios.
El Nombre de Dios es santo y el hombre no debe usarlo mal; no lo usará sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo.
2 No tomando el nombre de Dios en vano.
Este mandamiento prohíbe todo juramento en falso, porque al jurar se invoca la veracidad de Dios como garantía de la propia veracidad. Jurar en falso atenta a la santidad de Dios, al ponerle como testigo de una mentira.
Prohíbe abusar del nombre de Dios haciendo promesas en su nombre y no cumpliéndolas; la promesa compromete el honor, la fidelidad, la veracidad y la santidad de Dios.
Prohíbe la blasfemia por ser contraria al respeto debido a Dios y a su santo Nombre.
3 Santificando nuestras vidas. “Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado”. (San Pedro Crisólogo).
“Sed santos, porque yo, Yavé, vuestro Dios, soy santo” (Lev 19,2).”Dios nos llama a todos a la santidad”(I Tes 4,7).
“Cuando decimos “santificado sea tu nombre”, pedimos que sea santificado en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de Dios espera todavía, conformándonos al precepto de orar por todos, incluso por los enemigos. No decimos expresamente santificado sea tu nombre en nosotros, porque pedimos que lo sea en todos los hombres” (Tertuliano).


5.- “VENGA A NOSOTROS TU REINO”.
“Nuestro Señor Jesucristo, habiendo sometido todas las criaturas a su imperio, devolvió a vuestra infinita Majestad un reino eterno y universal; reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Prefacio de la fiesta de Cristo Rey).
La palabra  griega “basileia”, en el N.T. se puede traducir por “realeza” (nombre abstracto), por “reino” (nombre concreto) y por “reinado” (acción de reinar).
El Reino de Dios del que habla la Biblia es una realidad misteriosa, cuya naturaleza sólo Jesús puede dar a conocer y no lo hace “a los sabios y prudentes de este mundo sino a los humildes y a los sencillos” (Mt 11,25). Es necesario meditar muy profundamente las parábolas del Reino (Mt 13), para intentar comprender su misterio.
El Reino llega cuando los hombres escuchan la palabra de Dios que es como una semilla sembrada en la tierra, que produce diversa cantidad de fruto o ninguno, según sea la clase de tierra en la que fue sembrada.
La palabra e Dios es la semilla que es sembrada en el corazón de los hombres.
El Reino, como la semilla, necesita un tiempo de siembra, de crecimiento, de cosecha y de premio. El reloj marca el transcurso entre la inauguración histórica (la siembra) y la realización perfecta en la hora del premio.
La siembra: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres por ministerio de los profetas, en estos últimos días nos habló por su Hijo (Heb 1,1).
Dios habla en todo tiempo y lugar, también ahora y aquí, a sus hijos, los hombres; mas no todos le escuchan o lo hacen de maneras  diversas;  por eso, la semilla, la Palabra de Dios cala en los corazones de muy diversas formas.
La siembra y el crecimiento son el tiempo que Dios nos da para implantar su Reino en nuestras vidas. Al final, llegarán la cosecha y el premio, si es que hemos terminado la vida llenos de buenas obras.
Ese tiempo de reloj es el tiempo del testimonio. Recibiréis el Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo” (Hch 1,8). Ese tiempo es el tiempo de la Iglesia militante.
Al final de este tiempo de testimonio será el reino de Dios en plenitud, cuando todos los benditos del Padre entren en posesión del Reino (Mt 25,34)  y reciban “la corona de la justicia, que les otorgará aquel día el Señor” (Tim 4,8).
Mientras llega la plenitud, los creyentes en Jesús clamamos al Padre: ¡Venga a nosotros tu Reino! (Mt 6,10) y nos esforzamos para hacer realidad esa venida, empezando por nosotros y procurando implantarla en la sociedad a la que cada uno pertenece.
Bendito sea Dios, que quiere servirse de nosotros para tan gran empresa.
Ojalá abramos nuestro corazón de par en par a la gracia de Dios y Él reine en nuestras vidas. Ese será el mejor camino para llevar el Reino a los demás. Es un Reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Son las virtudes que, como creyentes, hemos de testimoniar para cooperar  a la implantación y a la extensión del Reino de Dios.
 “Venga a nosotros tu Reino” es un deseo y, ante todo, debe ser una colaboración con el Espíritu, una completa disponibilidad para hacer la voluntad del Padre.
                

 6.- “HAGASE TU VOLUNTAD”.
“No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 7,21).
La voluntad de Dios o lo que Dios quiere de los hombres es algo que a lo largo de los tiempos ha sido objeto de muy variadas manipulaciones. En el nombre de Dios y como expresión de su voluntad se han cometido muchas barbaridades a lo largo de los siglos
Bástenos, a título de ejemplo, citar algunos hechos que más han destacado: las guerras “santas” (¿puede ser santa la guerra?), la quema de brujas (¿es que existen las brujas?), la inquisición,  etc. También se han dado y se siguen dando, en nombre de Dios, situaciones en las que es evidente el abuso de autoridad y el desprecio absoluto de la dignidad de las personas.
No podemos juzgar los acontecimientos pasados con la mentalidad de nuestro tiempo; muchos de los que hicieron esas cosas estaban realmente persuadidos de hacer la voluntad de Dios. Otros, tal vez, no; lo que sí parece cierto es que, detrás de esos hechos y bajo su manto, se escondían no pocos intereses humanos, venganzas y mala voluntad.
¿Cómo conocer la voluntad de Dios?
La voluntad  de Dios, en relación con el hombre, coincide con su designio de salvación. Lo dice San Pablo: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (I Tim 2,4). Salvarse es formar parte del Reino: conocer la verdad es conocer a Jesús y el mensaje de su Reino.  Todas las manifestaciones de la voluntad de Dios, a lo largo de la historia, están coordinadas en un plan de conjunto: El designio de la salvación de los hombres.
Cuando oramos diciendo: hágase tu voluntad, estamos aceptando el dominio de Dios sobre todos los acontecimientos de nuestra historia, poniendo en Él la confianza, pues sabemos que “estamos en las manos de Dios”.
“Hágase tu voluntad”, cada vez que lo decimos estamos aceptando la voluntad de Dios como el primer valor de nuestra existencia, como el mejor camino a seguir.
No siempre, o mejor, casi nunca, sabremos en los hechos concretos de nuestra vida si son o no expresión de la voluntad de Dios. ¿Cómo saberlo? Escuchando la voz de la conciencia que, siempre, nos indicará si esa acción concreta es buena o no, es agradable a Dios o no.
La conciencia es la ley inscrita por Dios en cada persona. La conciencia es la ley de la razón que reconoce la verdad, allá donde se encuentra. De este reconocimiento surge el juicio o dictamen de la conciencia. Todo ser humano, y en todas las circunstancias, tiene el derecho y el deber de obrar siguiendo el dictamen de su conciencia.
Es clara la singular importancia que tiene la formación de la propia conciencia, educarla para que su dictamen sea conforme con la ley divina y con la razón y pueda emitir un juicio recto.
En esto radica la importancia de la conciencia recta y bien formada, para poner todos los medios a nuestro alcance para conocer y obrar según la voluntad de Dios.
Algunas veces, nuestro ánimo y nuestros deseos entrarán en conflicto con lo que nos dicta la conciencia, en esos momentos, nos vendrá bien recordar a Jesús en el huerto de Getsemaní y repetir su misma oración: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 22,42).


 7.- “DANOS HOY NUESTRO PAN”.
“No os preocupéis diciendo: ¿Qué comeremos o qué beberemos o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástale a cada día su afán” (Mt 6, 31-34).
Danos”: Hermosa confianza de los hijos en la bondad del Padre. Ejemplo de solidaridad; no se pide para uno solamente, se dice: “danosa todos, pues de todos eres el Padre, “que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45), “el que da  a todos los vivientes a su tiempo el alimento (Sal 104,27).
Nuestro pan de cada día”: El pan, don de Dios, parece resumir todos los alimentos necesarios para el sustento. El pan, también significa todas las cosas necesarias para llevar una vida  plena en dignidad humana. El pan y todas las otras cosas son regalos de Dios, nuestro Padre, y las ha creado para todos; por tanto, pertenecen a todos, no a unos pocos privilegiados.
Ante la muchedumbre de hambrientos que hay en todos los continentes, los creyentes en Jesús de Nazaret no podemos permanecer impasibles.
Compartir los bienes materiales con los que de ellos carecen, pertenece al mandamiento del amor: El que no comparte, no ama. 
Dios se sirve de unos para “alimentar” a otros.
No podemos pedir a Dios que nos dé nuestro pan y pasar por la vida sin dar parte del nuestro a los que carecen de él.
Sólo se cumplirá el “danos” si yo cumplo el “doy”.
Dios siempre cumple su palabra: El siempre da. Pero hay hombres que acaparan, otros que consumen más de lo necesario y, claro está, otros que no tienen nada o casi nada.
“No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Quiere decir que hay muchas clases de hambres: de pan, de justicia, de trabajo, de compañía, de afecto, de cultura, etc. Todas esas hambres reclaman ser saciadas y Dios quiere servirse de las personas que pertenecen a su Reino para saciar el hambre de los necesitados del mundo.
Lo que gratis se nos ha dado, gratis lo hemos de compartir.  Puede que no seamos responsables del origen, pero sí podemos serlo de la continuación de tantas hambres.
Hay también hambre de la Palabra de Dios.
Como dice el profeta Amós: “Vendrá sobre la tierra el hambre, mas no un hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am 8,11).
Los creyentes en Jesús debemos predicar con la palabra y el testimonio en todos los quehaceres ordinarios, para que, viéndonos y oyéndonos, todos los que tienen hambre y sed de la Palabra de Dios puedan saciarse.
“Predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15), es mandato del Señor. Nos falta, muchas veces, la preparación adecuada para hablar de Jesús y su mensaje; y, muchas también, nos falta la valentía, el querer hacerlo. Tal vez, los ricos en bienes materiales tengan, sin saberlo ni quererlo, hambre de la Palabra de Dios y los menesterosos y desvalidos puedan ayudarles a calmar esa hambre. Dios se suele servir de los más humildes para hacer sus obras.         

8.- “EL PERDÓN DE LAS OFENSAS”.
“Perdona a tu prójimo la injuria, y tus pecados, a tus ruegos, te serán perdonados. ¿Guarda el hombre rencor contra el hombre e irá a pedir perdón al Señor? ¿No tiene misericordia de su semejante y va a suplicar por sus pecados“ (Eclo 28,2-4).
Pedir perdón encierra en sí mismo el reconocimiento de una ofensa, la muestra de arrepentimiento y la solicitud de benevolencia por parte del ofendido.
Toda obtención de perdón supone una petición previa por parte del ofensor. El ofendido puede estar o no inclinado a perdonar, pero sólo se sabe si realmente perdona cuando el ofendido le pide perdón y él se lo concede.
Otorgar el perdón, condonar la deuda, es un ejercicio de misericordia y, como tal, gratuito. Dios perdona a todo el que, con sinceridad de corazón, le pide perdón; pero, no puede perdonar al que no se lo pide.
Jesús nos ha dicho que el Padre tiene su gozo en perdonar (Lc 15) y que “su voluntad es que no perezca ni uno solo de estos pequeñuelos (Mt 18,14). Siento en lo más íntimo de mi ser que Dios, por ser mi Padre, siempre está dispuesto a perdonarme, es una certeza que me invade, por su amor por mí, su bondad y su misericordia.
Junto a esta certeza y seguridad, referidas a Dios, me invade también una desconfianza e inseguridad referidas a mí. ¿Estaré  en la disposición necesaria, no sólo para pedir sino también para aceptar el perdón? Por muy generoso y completo que sea el perdón que Dios me ofrece, sólo será efectivo si yo tengo esa disposición y esa actitud de pedir y aceptar el perdón.
La condonación de la deuda y la aceptación del perdón tienen por finalidad restablecer la relación entre el ofendido y el ofensor; en el caso de los pecados, entre Dios y el pecador.
El pecado interrumpe la relación de amor entre Dios y el hombre. Toda relación es cosa de dos y sabemos que Dios siempre está abierto a la bondad, a la misericordia y por tanto, al perdón. Nosotros solemos fallar, por no tener el corazón contrito, o no lo suficiente, para pedir y aceptar el perdón de Dios.
Al ser humano le cuesta pedir perdón. La soberbia le impide ver claro, y llega a creer que pedir perdón es una humillación, un bajarse del pedestal.
La humildad, por el contrario, da la luz para comprender que pedir perdón es intentar recuperar la senda de la verdad, de la sinceridad y de las buenas relaciones.
Los caminos propuestos por la soberbia y la humildad son opuestos; los resultados, también.
En el Antiguo Testamento la ley no sólo ponía un límite a la venganza con la norma del talión: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano” (Ex 21,25), sino que prohibía el odio al hermano, la venganza y el rencor contra el prójimo (Lev 19,17s).
8.1.- Jesús perfecciona lo dicho en el AT: Pone a Dios Padre como modelo de misericordia (Lc 6,35s) para sus hijos, los cuales han de imitarle si quieren llegar a ser verdaderos hijos (Mt 5,43ss.48). No sólo debemos perdonar sino, además, amar al pecador.
El perdón de las injurias es la condición previa para lograr la nueva vida, la que nos convierte en hijos adoptivos de Dios. Es un elemento tan esencial que, el que no perdona, se excluye voluntariamente de la relación de amor con Dios.
Sin perdón no hay vida nueva.
                      

9.- “COMO NOSOTROS PERDONAMOS”.
“Cuando os pusiereis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadle primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados; porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mc 11, 25-26).
La parábola del deudor inexorable (Mt 18,23-35) inculca con fuerza la idea de que Dios no puede perdonar al que no perdona y que, para implorar el perdón de Dios, antes hay que haber otorgado el perdón al hermano.
Dice San Cipriano: Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos. Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
En el Padrenuestro repetimos perdona nuestras ofensas “como” también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. En Mt 6,12, el “como” parece indicar la medida del perdón. ¡Apañados estamos si Dios no nos perdona con mayor misericordia que nosotros a nuestros semejantes!.
En Lc 11,4 la partícula no es “como” sino “porque”, lo que indica más claramente que la condición para ser perdonados por Dios es perdonar de corazón al hermano.
Perdonándonos mutuamente podemos pedir y recibir el perdón de Dios y vivir en la unidad del amor fraterno. El perdón es el testimonio de que el amor es más fuerte que el pecado. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hombres entre sí y con el Padre.

¿Por qué cuesta tanto perdonar?  ¿Por qué perdonamos a medias, diciendo: perdono, pero no olvido?
La conducta humana está totalmente influenciada por la historia de cada persona. Todos los hechos pasados han dejado su huella, los buenos y los malos. La huella de los malos es el rencor, el no querer perdonar. Pero, ahí justamente es donde hay que aplicar el remedio, e intentar cambiar esa influencia maléfica perdonando de corazón y devolviendo bien por mal.
Como en tantas otras ocasiones, el ser humano padece la doble influencia; la tentación, el vicio, la mala costumbre que le tiraniza y arrastra al odio, al rencor y a no perdonar; pero también está la influencia de la gracia de Dios, la ayuda de los sacramentos y de la oración. Si perdonamos de corazón se conocerá que estamos tocados por la gracia de Dios y que su influencia es más fuerte que la del pecado.
Perdonar es fuente de paz interior, pues arranca del corazón la espina del odio o de la enemistad. Aunque sólo fuese por esto, valdría la pena perdonar.
El perdón se da o no se da; no se puede perdonar a medias, eso es no perdonar. Es verdad que, a pesar de haber perdonado de corazón, no pocas veces, vendrá a nuestra mente la ofensa recibida. El “no olvido” tratará de hacerse presente como residuo de la actitud que teníamos antes de haber perdonado. Es algo inherente a la condición humana y no hay que darle más importancia, sino estar alerta para no dejarnos arrastrar, una vez más, al odio y al rencor.
Cuando sea muy difícil perdonar, recordemos las palabras de Jesús, poco antes de morir en la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.
Perdona y serás perdonado. Perdona y podrás amar. Perdona y podrás orar al Padre celestial.


 10.- “NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN”.
“Bienaventurado el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman. Nadie en la tentación diga: Soy tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al mal ni tienta a nadie. Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte. (Sant 1,12-15)
Dios nos ha hecho libres, no nos impone hacer el bien, debemos nosotros elegirlo. La libertad de elegir entre dos cosas contrarias es una capacidad propia del ser humano. La libertad, según sea el uso que se haga de ella, puede elevar al hombre a las más altas cumbres de  dignidad y también hacerle caer en lo más abyecto y despreciable.
La libertad es un don de Dios. Los demás animales sólo se guían por el instinto, buscan ciegamente lo que sus instintos les piden y son los instintos los que marcan su conducta.
El ser humano, como animal, tiene los mismos instintos que los animales superiores; pero, su inteligencia no está dominada por el instinto, sino que es ella la que elige la conducta a seguir en cada momento. Por eso, los seres humanos somos libres y responsables de nuestros actos. Se dice que todo hombre es mitad ángel y mitad demonio, haciendo referencia a las acciones de que todos somos capaces.
Desde los orígenes, el hombre es presa fácil de multitud de concupiscencias: la soberbia, el afán de poder, el egoísmo, el servirse de los demás y no ponerse a su servicio, al afán de poseer, el no compartir los propios bienes, intelectuales, espirituales o materiales con los demás, vivir en la mentira de las apariencias y no en la verdad de la realidad que cada uno conoce en su interior, etc.
El ser humano, de suyo, es un saco de concupiscencias y malas inclinaciones; pero Dios no le ha abandonado en el mal que de estas concupiscencias puede derivarse, sino que le ha dado la inteligencia y la voluntad, que son las facultades superiores que deben gobernar su vida para que sea verdaderamente humana y no sólo animal e instintiva.
Dios ha dado al ser humano, sobre todo, la luz del Espíritu Santo, su gracia y su fuerza, para que elija el mejor camino a seguir.
La tentación es propia del hombre, somos vasijas de barro, y, fácilmente, nos hacemos añicos. Lo hemos experimentado muchas veces. Sólo los seres humanos pueden ser tentados.
No caer en la tentación supone una decisión de la voluntad, aferrada a los valores más altos, porque “donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt 6,21); supone, sobre todo, “obrar según el Espíritu” (Gal 5,25), es decir, dejarse guiar por su  luz.
Acoger el Espíritu es ponerse en sus manos y aceptar su gracia y su fuerza. “porque, fiel es Dios que no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, antes bien, con la tentación nos dará el modo de poderla resistir con éxito”(I Cor 10,13).   
La vigilancia y la perseverancia en la oración son imprescindibles para no caer en la tentación. Sin vigilancia no es posible evitar las ocasiones y ya sabemos aquel dicho: Quien evita la ocasión, evita el  peligro. 
Tanto la vigilancia como la oración fueron recomendadas por el Señor a sus discípulos: “Vigilad y orad para que no caigáis en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41).


11.- “LÍBRANOS DEL MAL”.
“La cizaña son los hijos del malvado y el enemigo de la siembra es el diablo” (Mt 13, 38.39).
“Cuando han oído (la Palabra de Dios), al punto viene Satanás y quita la Palabra sembrada en ellos” (Mc 4,15). “Sed sobrios y vigilad; porque vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, anda rondando y buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe” (I Pe 5,8). 
¿Existe el Diablo?  En las últimas décadas del siglo XX, la sociedad occidental, entre otras muchas cosas, ha perdido la noción del diablo.
Por una parte, nos encontramos con grandes núcleos de población a quienes las palabras diablo, demonio, Satán, Satanás les suenan a invenciones de sacristía para atemorizar a los débiles.
Por otra, asistimos al insólito espectáculo de múltiples sectas dedicadas al culto del diablo, con sus misas diabólicas y ritos sangrientos.
Como todas las cosas concernientes a la esfera de la fe, la existencia del diablo no se puede demostrar con argumentos científicos. Pero, eso no quiere decir que no existan argumentos, sino que éstos deben ser sacados de las fuentes de la revelación, en especial, de la Sagrada Escritura.
La Biblia es clara y terminante en muchísimos pasajes; la Tradición y el Magisterio de la lglesia así lo han enseñado a lo largo de los siglos.
Existe el diablo y, si juzgamos la cantidad de obras que hace, verdaderamente “está rondando y buscando a quién devorar”.
El demonio no es una abstracción mental, inventada por la gente de iglesia para atemorizar y sojuzgar a los débiles.
El demonio es un ángel que se opuso y se opone a Dios, que “se atraviesa”, se interpone en el designio de Dios que quiere salvar a los hombres.
Jesús oró al Padre por sus discípulos: “No te pido, Padre, que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17,15).
Cuando rezamos el Padrenuestro y pedimos a Dios que nos libre del Mal, lo que estamos pidiendo es que nos libre del Maligno, que nos libre del diablo y también de todas sus obras, de todos los males de los cuales es autor o instigador.
El demonio está presente en nuestras vidas, envidioso del bien que poseemos por la fe en Jesús, trata de arrebatárnoslo y, por medio de los señuelos del mundo con todas sus concupiscencias, lograr nuestra perdición.
El trabajo del diablo es tratar de lograr nuestra perdición.
Al diablo se le combate con la fe y con la oración. La fe firme en la Palabra de Dios, la fe que nos han transmitido nuestros mayores, sin alarde de ciencia pero con gran profundidad de adhesión a Cristo, esa es la fe que nos salva del mal y del Maligno. La fe de la Iglesia, transmitida desde los apóstoles hasta nuestros días, esa es la fe que nos salva, no la pertenencia a una de tantas sectas que pululan por doquier y cuyos fines son inconfesables. La existencia de tantas sectas diabólicas se  debe   a la poca fe. 
Donde escasea la fe, abundan las supersticiones.
En la misa hay una hermosa oración: “Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros, y concédenos la paz en nuestros días  para que, ayudados por tu misericordia, seamos libres del pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo”.



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