miércoles, 2 de noviembre de 2011

28.- ¿SUEÑO O REALIDAD?

La verdad es que no sé, a ciencia cierta, si lo que voy a contar es un sueño, una pesadilla, o algo real que, por haberlo leído en los años de mi juventud, tenga ahora archivado en un remoto rincón de mi memoria.
El hecho es que ahora está presente y como tal, lo cuento: Parece ser que, en una isla perdida en la inmensidad del océano vivían dos hermanos con sus respectivas familias, sus esposas, sus hijos y sus esclavos. Eran los únicos dueños de la isla y de sus enormes plantaciones, que, cultivadas por los esclavos, producían pingües beneficios a sus dueños. A los amos les sonreía la vida. Eran amados por sus esposas, respetados y obedecidos por sus hijos, y temidos por sus esclavos. Cada año aumentaban las riquezas que, avaros y desconfiados, cambiaban por lingotes de oro en la lejana ciudad del continente.

Pero, la dicha no puede ser completa.
Un día, sin saber por dónde, ni por qué, empezaron a morir algunos esclavos aquejados de una extraña enfermedad. Los amos hicieron que un doctor de la ciudad fuese a la isla a tratar de poner fin al terrible azote. El doctor, tras un prolijo reconocimiento de personas y lugares, sólo dijo una palabra que resonó en toda la isla con el más aterrador de los augurios. ¡Peste!
Los dos hermanos se aprestaron rápidamente para abandonar la isla y salvarse. Revisaron sus naves y cargaron provisiones para la travesía. Naturalmente, no se olvidaron de sus lingotes de oro, los cuales también fueron depositados cuidadosamente en el fondo de las naves.
Terminada la carga, subieron a bordo con sus esposas e hijos, cada cual a su nave, mientras los esclavos lloraban desesperados en la playa, no porque se fuesen sus dueños, sino porque veían que su fin se aproximaba por el avance de la peste.
Apenas habían desatado amarras, cuando sucedió algo verdaderamente extraordinario: Uno de los hermanos observó que su nave iba demasiado cargada y pensó que así no podría llegar a la ciudad.
Ni corto ni perezoso, amarró de nuevo la nave y mandó subir a bordo, uno por uno, a todos sus esclavos. A cada uno le entregó un lingote de oro y un papel en el que le concedía la libertad. Terminada la operación, a pesar de que todavía quedaban muchos lingotes en el fondo de la nave, ésta flotaba airosa en la bahía, dispuesta para afrontar la travesía hasta el puerto de la ciudad. Partieron las dos naves al amanecer del día siguiente.
Con gran sorpresa del dueño de una, ésta iba rodeada por una flota de pequeñas naves, llenas con los antiguos esclavos, que escoltaban a su antiguo dueño y ahora protector. La travesía fue dura y cruel. La nave del patrón con la flotilla de libertos llegó al puerto de la ciudad, donde se establecieron de nuevo como patrón y hombres libres a su servicio.
La nave del otro hermano, cargada hasta los topes de lingotes y mercancías, se hundió en medio del mar, pereciendo ahogados todos sus ocupantes. Hasta aquí el relato del sueño-pesadilla o de la antigua realidad.
Esto me ha traído a la mente que yo también estoy haciendo mi travesía, que soy peregrino hacia la casa de mi Padre.

Y reflexiono:
¿No llevaré mi alforja de peregrino demasiado llena, mientras otros, que caminan a mi lado, la tienen casi vacía? ¿Por qué ellos caminan deprisa, mientras yo lo hago con este paso tan cansino? Si continúo así, el peso de mi alforja me hará desfallecer y jamás llegaré a mi destino. Como peregrino, sólo necesito mucha ilusión, pies ligeros y manos libres.
Mi alforja repleta me recuerda la nave a rebosar que se hundió en alta mar. Yo no quiero hundirme con mi alforja. Compartiré mis “lingotes” con los “esclavos” que me rodean. En la casa del Padre, a la que voy, y que deseo que sea mi casa por toda la eternidad, no necesito bienes ni riquezas; mi único vestido será el que haya confeccionado con mis obras de amor hacia mis semejantes. Espero terminar felizmente la travesía de mi vida. Lo mismo deseo a todos mis lectores.


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