“Yavé dijo a Moisés: Ve, baja, que tu pueblo ha prevaricado. Bien pronto se han desviado del camino que les prescribí. Se han hecho un becerro fundido, y se han prosternado ante él, diciendo: Israel, ahí tienes a tu Dios, el que te ha sacado de la tierra de Egipto. Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz, déjame que desfogue contra ellos mi cólera y los consuma. Yo te haré a ti una gran nación. Moisés imploró a Yavé, su Dios, y le dijo: ¿Por qué vas a desfogar tu cólera contra tu pueblo? Al día siguiente dijo Moisés al pueblo: Habéis cometido un gran pecado. Yo ahora voy a subir a Yavé, a ver si os alcanzo el perdón”.
El que ora no sólo ora por él como individuo, sino como miembro de una comunidad, ya sea ésta familiar, parroquial, política o humana.
El creyente en Jesús siempre reza en plural, siempre reza teniendo presentes a los demás seres humanos con todas sus necesidades. El creyente en Jesús nunca reza solo, pues siempre lo hace como miembro de una comunidad de creyentes, muchos de los cuales están orando también en ese mismo instante.
Es mucho lo que puede hacer la oración para ayudar a nuestros semejantes; y para los creyentes hacerlo es un deber de solidaridad. Ante las inmensas carencias de nuestra sociedad, Dios ha querido servirse de unos para ayudar a otros, los creyentes en Jesús no tenemos excusas para la insolidaridad.
Lo hemos experimentado muchas veces:
Dios se hace presente a través de la bondad de los seres humanos. Normalmente, Dios no va a hacer un milagro para ayudar a determinada persona en una necesidad. El milagro radica en que Dios se sirve de las personas para ayudar al necesitado, en que Dios inspira al que puede ayudar para que ayude. Los seres humanos, cuando obramos en justicia o cuando socorremos al que lo necesita, somos las manos de Dios, o si lo preferimos, el corazón de Dios que se sirve de nuestras manos.
Dios se hace presente a través de la bondad de los seres humanos. Normalmente, Dios no va a hacer un milagro para ayudar a determinada persona en una necesidad. El milagro radica en que Dios se sirve de las personas para ayudar al necesitado, en que Dios inspira al que puede ayudar para que ayude. Los seres humanos, cuando obramos en justicia o cuando socorremos al que lo necesita, somos las manos de Dios, o si lo preferimos, el corazón de Dios que se sirve de nuestras manos.
La oración va en ese sentido. La oración bien hecha, despierta actitudes de entrega, de generosidad y de fraternidad. La oración hace brotar en lo profundo del ser los valores y sentimientos que más nos unen con nuestros semejantes, la oración hace meditar esos valores y sentimientos, rumiarlos hasta convertirlos en actitudes que marquen nuestra manera de ser y de actuar. Adquirida la actitud, la enriquece, enraiza y hace fuerte.
La oración es conversación e intimidad con Jesús, pero teniendo siempre presente el recuerdo de los demás, en especial, de los afligidos y necesitados. La oración une con Jesús y no olvida que todo lo que hacemos por el más pequeño de los hombres, lo hacemos por Jesús. El que ora ve a Jesús en todos los hombres y los trata a todos como lo haría con Él.
Una injusticia que clama al cielo.
Hoy día existen, en todos los países, grandes grupos humanos que malviven dentro de la pobreza y la miseria, marginados de la sociedad, envilecidos y depreciados.
Hoy día existen, en todos los países, grandes grupos humanos que malviven dentro de la pobreza y la miseria, marginados de la sociedad, envilecidos y depreciados.
La mejor forma de solidaridad es convertirse en las manos y en los labios del Padre, dador de todo bien, para denunciar esta injusticia social, exigir su desaparición ante los poderes fácticos y poner cada uno, en la medida de lo posible, su granito de arena. Una vez más comprobamos que la oración bien hecha lleva a la acción por la justicia.
"Yo ahora voy a subir a Yavé, a ver si alcanzo el perdón”.
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