No
es fácil encuadrar la corriente sapiencial dentro de la teología
del Antiguo Testamento. El credo israelita está formado
primordialmente por la intervención salvífica de Dios en favor de
su pueblo (éxodo, alianza del Sinaí, don de Prometida,
elección de Jerusalén, dinastía de David). Estas intervenciones de
Dios están ausentes o quedan muy en segundo plano, en los libros
sapienciales. Ni siquiera se habla de Israel como el pueblo elegido
por Dios.
Teología
de la creación
Los
sabios de Israel no se mueven en el ámbito teológico de la elección
y la alianza entre Dios y el pueblo de Israel, sino en el ámbito de
la relación entre criatura y creador. La teología de la
corriente sapiencial se mueve dentro de la perspectiva de la
creación, tal como se presenta en Gn 1-2, donde el hombre es creado
a imagen y semejanza de Dios y es constituido señor de todas las
cosas, con la misión de dominar las realidades creadas.
La
sabiduría y el orden del mundo
La
sabiduría es un concepto muy amplio, con muchas connotaciones y
sentidos, desde la habilidad y la destreza del artesano en la
ejecución de las obras manuales, hasta la capacidad y la madurez de
orden intelectual, pasando por el arte y el acierto de desenvolverse
con éxito en todos los ámbitos de la vida: en las esfera privada y
en la pública, en la familia y en la sociedad, en los asuntos
temporales y en los espirituales, en lo profano y en lo religioso.
La
sabiduría bíblica queda perfectamente reflejada en estas palabras
de un autor contemporáneo: “La sabiduría no es filosofía, ni
ciencia, ni técnica, ni política, ni arte, y es mucho más que la
suma de todo ello. Es la forma más alta y más profunda de la
prudencia humana. Sin ella cualquier actividad del hombre es
deficiente. Toda obra humana, cualquiera que sea su naturaleza, que
alcance su plenitud y su perfección, es hija de ella, así como es
bastarda toda obra que no trae ese linaje”.
El
sabio
Sabio
no es el que conoce muchas cosas, sino el que se conoce a sí mismo y
sabe estar ante los demás, ante las cosas y ante Dios.
El
sabio manifiesta su sabiduría de muchas maneras. A veces un sencillo
gesto es expresión de sabiduría y el mismo silencio llega a
convertirse en una de las prerrogativas del sabio. Con todo, la
expresión más común de la sabiduría es el consejo, formulado en
sentencias, proverbios y discursos.
El
“sabio” de los escritos sapienciales es el equivalente al teólogo
actual, quien, sin recibir revelaciones especiales
directas de Dios –como es el caso de los profetas-, deduce
consecuencias prácticas para conseguir la verdadera sabiduría.
El
hombre ansía conocer la clave de los misterios del universo y de los
secretos del corazón humano. El “sabio”, más que la sabiduría
teórica sobre la naturaleza y el hombre, le interesa la práctica,
la forma de conducirse en la vida conforme a las leyes divinas.
El
sabio israelita tenía el convencimiento de que la vida y la creación
entera se rigen por unas leyes y unos principios secretos, cuya causa
última está en Dios, pues él ha creado el mundo con un orden
fundamental, que el sabio ha de investigar y desentrañar, para
adecuar su conducta a dicho orden y obtener los resultados derivados
de su pleno dominio. De ahí la constante invitación que hacen los
sabios a sus discípulos para que descubran el sentido profundo de
las cosas y el orden latente en la creación para adaptarse a él y
perpetuarlo porque, a la postre, el conocimiento y dominio de tal
orden secreto es la clave de acceso a la sabiduría, a la felicidad y
al éxito.
Destino
individual y retribución
Uno
de los problemas especialmente recurrentes en los libros sapienciales
es el de la retribución de la conducta del individuo. En continuidad
con la dialéctica de bendiciones y maldiciones que sancionaban la
alianza, en Israel se profesaba un principio de retribución
colectivista y solidaria: la bondad o maldad de un individuo tenía
repercusiones en el grupo (y en los descendientes).
En
las inmediaciones del exilio, la idea de la retribución colectiva
empieza a dar paso a la retribución individual, según la cual, cada
persona recibía en vida la recompensa adecuada a su conducta: a los
buenos les iría bien y a los malos, mal (2R 14,5-6; Jr 31,29-30; Ez
18,2-3.26-27).
Sin
embargo, la experiencia desmentía a diario este principio y el mismo
Jeremías ya es testigo del escándalo que supone la prosperidad de
los malvados (Jr 21,1).
Tras
el destierro, el interés por el destino del individuo pasa a ocupar
un lugar preferente en la reflexión sapiencial. Pero el problema de
la retribución se hace cada vez más insoluble, hasta el punto de
poner en crisis el optimismo sapiencial y su confianza en la
sabiduría como medio de acceso a la felicidad y al éxito, y de
cuestionar la misma justicia divina; si Dios es justo, ¿cómo
permite que los malvados prosperen y que los justos sufran
desgracias?.
El
problema adquiere proporciones tan agudas y alarmantes como refleja,
por ejemplo, el libro de Job. Su autor somete a discusión y debate
la hipótesis de un hombre justo, Job, privado de sus bienes y herido
en su integridad personal. Es decir, un hombre justo que no recibe
bienes, sino males. Aunque el libro apunta distintas soluciones,
ninguna de ellas será definitiva.
El
sabio Qohélet, supuesto autor del libro del Eclesiastés, se hace
eco del mismo escándalo y da un paso más: incluso en la hipótesis
de que el justo recibiera bienes, tal recompensa no sería
proporcionada al esfuerzo del hombre por conseguirla, ni daría plena
satisfacción a los anhelos profundos del ser humano.
En
el fondo, tanto Job como Qohélet se mueven dentro del ámbito de la
retribución intramundana y no atisban nada más allá de la muerte.
El
problema de la retribución y el destino del individuo más allá de
la muerte recibe nueva luz con las ideas de la
inmortalidad y resurrección que hacen acto de presencia en Israel
durante las guerras macabeas (2M 7,9; 12,38-46; Dn 12,2-4) y
encuentran su ulterior formulación en el libro de (Sb
1-5). Estamos a un paso de la solución definitiva, ofrecida en la
vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
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