Dios, Padre de Israel
El Antiguo Testamento reconoce a Dios como Padre, pero su paternidad no se extiende a todos los hombres, porque esta paternidad no depende del nacimiento sino de la elección gratuita de Dios. Por tanto, ser hijo de Dios no es un derecho del hombre, el cual sólo es objeto de la elección divina.
La paternidad se refiere al pueblo
Todos los pueblos son de Dios “dueño de la
tierra” (Ex 19, 5), pero entre todos escogió a Israel, el cual es reconocido
como hijo de Dios porque Dios lo ha elegido entre todas las naciones, como su
propiedad.
“Así dice el Señor: Israel es mi hijo, mi
primogénito. Te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me dé culto” (Ex 4, 22s)
En los profetas aparece la dimensión de la ternura
de Dios.“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo
enseñé a andar a Efraín, lo levanté en mis brazos, pero no reconoció mis
desvelos por curarle. Los atraje con ligaduras humanas, con lazos de amor” (Os
11, 1-4)
“Tú eres nuestro Padre, nosotros somos la arcilla y
tú el alfarero, todos somos obra de tus manos” (Is 64, 8)
Dios Padre adoptivo de los creyentes en Jesús
El Nuevo Testamento no comparte la tesis de la Ilustración sobre la
condición universal de filiación divina de todos los hombres. La paternidad de
Dios no adquirirá toda su fuerza hasta la revelación del Nuevo Testamento.
Sólo Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza, por derecho
propio. Todos los demás seres humanos podemos llegar a ser hijos adoptivos de
Dios, en la medida en que, por la fe y el amor, nos unamos a Cristo Jesús. Para
lograrlo hay que renacer del agua y del Espíritu. “En verdad te digo que
quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de los
cielos” (Jn 3, 5)
En el mismo sentido escribe San Pablo. “Al llegar
a la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo para que recibiésemos la
adopción. Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si
hijo, también heredero por la gracia de Dios” (Gal 4, 4-7)
Para los cristianos, no es el nacimiento natural,
sino la gracia de Dios recibida en el bautismo, la que nos hace hijos de Dios,
a través de Jesucristo.
La novedad de Jesús
En el Antiguo Testamento se ponía el acento en la
majestad transcendente de Dios.
La novedad de Jesús radica en la relación que nos
permite establecer con el Padre. El Nuevo Testamento inculca la cercanía de
Dios. La novedad no está tanto en la idea de Dios como Padre, cuanto en el
acercamiento de los hijos al Padre, al que en el Antiguo Testamento se le
contemplaba de lejos y con temor.
En el Antiguo Testamento se evitaba pronunciar el
nombre de Yavé. En el Nuevo Testamento, Jesús llama a Dios con el nombre de
Abbá, Padre. Así le invocó en el huerto de Getsemaní (Mc 14, 36)
Abbá era la palabra usada por los niños pequeños
para dirigirse a su padre, o por un hijo mayor cuando hablaba con su padre con
intimidad.
El amor es difusivo
Jesús tenía con el Padre una relación filial única.
Quiso que los demás, como hijos adoptivos, entrasen en esa misma relación
filial con el Padre y se lo enseñó en la oración del Padrenuestro.
Jesús distinguía entre Padre “mío” y Padre “vuestro”
(Jn 20, 17) porque era consciente de que la relación que Él tenía por derecho,
los discípulos la podían tener por adopción.
¿Te ha tocado el Amor?
Lo importante no es saber que Dios es Padre, sino
vivir en intimidad con Él, vivir el misterio de la cercanía de Dios. Para ello,
busca un lugar tranquilo, entra en silencio dentro de ti; contempla la
confusión de tus pensamientos y la agitación de tus sentimientos. Después
dirige tu atención al aliento que entra y sale de ti, marcando el ritmo de la
vida y notarás que, en tu interior, se va haciendo el silencio y la quietud.
En ese estado, eleva la mente y el corazón a Dios,
y desgrana lentamente el Padrenuestro. Saborea cada palabra, cada expresión,
hasta que resuene en tu interior y sean esas palabras tus pensamientos y las
que configuren tus sentimientos.
Permanece así, en la presencia del Dios-Amor.
Cuando decidas terminar, conecta con tu cuerpo, y
mira a tu alrededor, a las personas y las cosas, con los mismos ojos con los
que has mirado al Padre. Notarás un gran cambio.
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