“Perseveraban
asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción
del pan y en las oraciones... Todos los que habían abrazado la fe vivían unidos
y tenían todas las cosas en común; y vendían las posesiones y los bienes y lo
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Día por día, asiduos en
asistir unánimemente al templo y partiendo el pan en sus casas, tomaban el
sustento con regocijo y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor
cabe todo el pueblo. El Señor iba diariamente agregando y reuniendo los que se
salvaban”. (Hch 2, 42. 44-47)
¿Para qué fue convocado el Concilio Vaticano
II?
Lo
dijo el añorado Juan XXIII, el 13 de noviembre de 1960, en su discurso
preparatorio: “Para devolver al rostro de la Iglesia de Cristo su esplendor,
revelando los rasgos más simples y puros de su origen”.
Con
el Concilio se experimentó el deseo y la necesidad de volver a los orígenes, de
buscar el modelo de las primeras comunidades cristianas. Aires de purificación
y de renovación soplaban por doquier. Lo presente a nadie parecía lo mejor y a todos urgía la
necesidad de un cambio; había que pasar de la fe vivida como experiencia
personal a ser una expresión de la comunidad.
La
vuelta a la experiencia comunitaria exigía hacer una profunda renovación
eclesial. Cada día crecía más y más el convencimiento de que al hombre del
siglo XX sólo se le podía evangelizar desde una experiencia comunitaria de la
fe.
El
texto de la primitiva comunidad cristiana puesto al principio, ha sido citado
en muchos documentos del concilio: En la LG 13, al hablar de la universalidad
del Pueblo de Dios; en la DV 10.1, explicando la fidelidad de la Iglesia; en la
PO 17.4, cuando se plantea cómo debe ser la vida del sacerdote; o la del
misionero, en AG 25.2; o cómo debe ser la vida religiosa, en PC 15.1.
¿Cómo
eran las comunidades cristianas de los primeros siglos?
Eran
hombres y mujeres que se reunían habitualmente, estableciendo entre ellos una
relación de fe y de fraternidad; al principio, alrededor de los Apóstoles y
discípulos del Señor, más tarde alrededor del obispo o sacerdote que presidía
la celebración de la comunidad.
Todas
las celebraciones estaban basadas en un
esquema de cuatro puntos fundamentales:
La doctrina de los Apóstoles, trasmitida por las catequesis de los Apóstoles
y de sus sucesores, la enseñanza, la predicación o la tradición. Los grupos se
fueron creando en torno a la Palabra de Dios. Fue ésta la que aglutinó a los creyentes y dio origen a la
comunidad.
La comunión, misterio humano, “sacramento e
instrumento de la íntima unión de la Iglesia con Dios y de la unidad de todo el
género humano” (LG 1). Aquí la palabra comunión no significa el sacramento de
la Eucaristía, que es un significado muy posterior, la palabra comunión es la
unión de los creyentes en una misma fe y en unos mismos sentimientos.
La fracción del pan, así se llamaba a la actual Eucaristía.
Compartir la misma fe y compartir el
Cuerpo de Cristo impulsó a los primeros
cristianos a compartir también los alimentos del cuerpo, según la necesidad de
cada uno.
Una
vez aceptada la Palabra de Dios, nació la comunión, la común unión entre los
creyentes, los cuales, por estar convertidos y unidos entre sí, participaban de
la Eucaristía o fracción del pan, compartían sus bienes y alababan a Dios en la
plegaria comunitaria.
Las oraciones o
plegarias de la celebración.
¿Por
qué se reunían los primeros cristianos?
Porque deseaban recibir la enseñanza de los Apóstoles;
prepararse para recibir el Espíritu Santo, mediante la imposición de las manos;
vivir en comunión con sus hermanos en la fe y aprender a ser luz y levadura
para los no creyentes.
La
experiencia de fe en Cristo resucitado narrada por los Apóstoles, (Hch 2, 36),
se hizo experiencia de conversión para los oyentes, (Hch 2, 38). Los primeros
cristianos encontraron en sus comunidades la experiencia y el modelo de vida
según Cristo resucitado.
No
podemos olvidar las grandes persecuciones que sufrieron; los miles y miles que
ofrecieron su vida por el martirio. Todos ellos encontraron en su comunidad
eclesial, en su iglesia doméstica, la fuerza para afrontar las dificultades,
incluso, hasta testimoniar su fe con el derramamiento de su sangre.
Las
pequeñas comunidades de nuestra Iglesia de hoy.
Al igual que en la Iglesia primitiva, en la Iglesia del
siglo XX es la pequeña comunidad la que revitaliza y da fuerza al conjunto.
Sólo desde los grupos más comprometidos se puede llegar a una sociedad alejada
de Dios y proclamar su Reino.
Los
grandes acontecimientos, las grandes manifestaciones, tal vez conmuevan los
sentimientos pero no mueven a una conversión duradera. Ésta debe apuntalarse,
después, en los grupos que, por ser más reducidos y más cercanos, son más
proclives a la comunión de las personas.
Es
en la comunidad de estos pequeños grupos donde se produce un fuerte proceso de
evangelización de jóvenes y de adultos. La comunidad de estos grupos es el
medio óptimo para escuchar la Palabra de Dios, reconocer su presencia y
percibir la acción del Espíritu.
La
catequesis es una inmersión en la vida de la comunidad, que es siempre el
modelo de referencia. La comunidad es lugar de enseñanza, de comunión, de
celebración y de oración. En la comunidad se dan las señales que confirman la
presencia del Espíritu (Hch 2, 44-45)
La
Iglesia, por medio de las comunidades cristianas, es luz de las gentes (LG 1);
signo levantado en medio de las naciones, (SC 2); y sacramento universal de
salvación (GS 45).
El
Espíritu Santo sopla donde quiere, y después del Concilio Vaticano II parece
que lo hace abundantemente en dirección de los pequeños grupos que conforman
las comunidades vivas de nuestras parroquias.
¿Es
preciso rehacer el tejido comunitario de la Iglesia?
Las
primeras comunidades constaban de 30, 40....100 cristianos. En la Edad Media la
mayoría de las parroquias no pasaban de 300 miembros, por eso había tantas. Hoy
muchas parroquias tienen más de 10.000 feligreses y muy pocos sacerdotes que
las atiendan.
¿Hacia
dónde vamos por ese camino? Con tales dimensiones parroquiales, ¿es posible que
se conozcan los fieles? ¿Es posible que formen una verdadera comunidad? Está
claro que no, por eso, se están dando constantemente pasos favoreciendo la
vertebración de todo el tejido
comunitario de la Iglesia en grupos reducidos, según el carisma que cada
uno ha recibido del Espíritu Santo.
La
parroquia, comunidad de comunidades.
En
el Sínodo de la Catequesis de 1977 se aprobó esta proposición: “De hecho, no
pocas parroquias, por diferentes motivos, están lejos de constituir una
verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, la vía ideal para renovar esta
dimensión comunitaria de la parroquia podría ser el convertirla en comunidad de
comunidades”.
Es una nueva mentalidad que está penetrando muy
lentamente, que debe sustituir a otra forma de ver las cosas que también ha
estado presente durante muchos siglos y que, por estar muy arraigada va a
costar mucho tiempo cambiar. Pero, la necesidad se impondrá; si la Iglesia
quiere manifestar su verdadero rostro, debe volver a sus orígenes, a la
comunión de fe y de sentimientos, al conocimiento mutuo de los miembros de cada
comunidad. Esto sólo es posible si volvemos a practicar nuestra fe en grupos
reducidos y éstos aglutinados en la parroquia madre.
Se
dirá que la parroquia como comunidad de comunidades es una utopía. A lo que
respondemos: Les dijeron que era imposible; ellos no lo creyeron.... y, por
eso, lo hicieron.
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