lunes, 26 de septiembre de 2011

21.- LA CORRESPONSABILIDAD

Aunque todavía quedan muchos países no democráticos, desde las últimas tres décadas del pasado siglo, el mundo está inmerso en una oleada democratizadora. Las diversas poblaciones presionan a sus gobernantes reivindicando sistemas de gobierno acordes con la dignidad humana.
La Iglesia, por estar llamada a encarnarse en las diversas culturas, no puede eludir el reto de hacer que su propia estructura sea lo más democrática posible.
Es inevitable la pregunta, ¿por qué los católicos, en los países democráticos, pueden participar en la elección de los responsables políticos y, sin embargo, no pueden hacer lo mismo con sus responsables eclesiásticos?
La Iglesia no es una democracia, porque la soberanía no radica en el pueblo sino en Cristo, su Cabeza. El poder de “atar y desatar” lo concedió Cristo a Pedro y a los demás Apóstoles y se ha trasmitido a sus sucesores que son el Papa y los obispos en comunión con él. El poder de “atar y desatar” en nada queda interferido por el modo de elegir al Papa y a los obispos.

La corresponsabilidad
Todos los bautizados somos Iglesia y corresponsables de la implantación del Reino de Dios.
Esta corresponsabilidad exige un cierto grado de igualdad y de unidad entre la jerarquía y los fieles.
Escribió San Pío X: “Sólo en la jerarquía residen el derecho y la autoridad necesarios para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin propio de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene más obligación que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores” (Vehementer nos, 8. 11-2-1906)
Estas palabras son el fiel reflejo de una mentalidad que reduce a los fieles al infantilismo espiritual.
El Concilio Vaticano II escribió el Decreto sobre el Apostolado de los laicos, todo él muy rico en doctrina, y en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, la Lumen Gentium, en el número 17, habla de las relaciones de los laicos con la jerarquía, y dice: “En la medida de sus conocimientos, de la competencia y prestigio que poseen, tienen el derecho y, en algún caso, la obligación de manifestar su parecer sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia”.
Pablo VI, en su discurso a la Rota romana, el 4 de febrero de 1977, dijo: “Los fieles, revestidos del sacerdocio común, no deben ser considerados como súbditos, sino como colaboradores del orden jerárquico”.
Desde San Pío X hasta Pablo VI y Juan Pablo II, la Iglesia ha dado un giro de 180 grados en la valoración de los fieles cristianos.

¿Qué exige el ejercicio efectivo de la corresponsabilidad?
1º. La toma de conciencia por parte de todos, de la jerarquía y de los fieles. En teoría, todos somos Iglesia; pero, en la práctica no siempre se ejerce la corresponsabilidad como un derecho y un deber que, aunque admite grados porque a mayor elevación del cargo mayor debe ser la responsabilidad y la dedicación al servicio, no admite excusas para que unos dejen “actuar” a los otros o para que éstos se comprometan.
2º. La corresponsabilidad efectiva pide que el Pueblo de Dios sea correcta y puntualmente informado de lo que acontece en la vida de la Iglesia. La jerarquía debe buscar los medios necesarios de información. No se puede pretender que los laicos sean responsables si, antes, se les niega la información adecuada. 
3º. La corresponsabilidad efectiva pide la creación y el desarrollo correcto de organismos apropiados que, en representación de los diversos carismas eclesiales, tomen las decisiones y se responsabilicen del quehacer pastoral, en todas sus facetas.
Después del Vaticano II, se han creado los llamados Consejos Diocesanos y parroquiales; aunque sólo con carácter consultivo  ¿Por qué no dotarlos de auténtico carácter vinculante? ¿Por qué no otorgarles la autoridad de elegir a su propio obispo de entre los sacerdotes más respetados y cualificados de la diócesis? ¿Quién puede conocer mejor y de primera mano las necesidades y la persona más adecuada para resolverlas? El Pueblo de Dios está formado por hombres y mujeres. Hay que dar entrada a las mujeres en los organismos eclesiales.
Sin pretender un cambio de modelo, sí parece necesario que la autoridad se use, no para imponer el propio criterio, sino para aunar voluntades y esfuerzos, según aquel principio de San Agustín:
 “Haya unidad en la necesario, libertad en lo dudoso, y caridad en todo”.

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